Un grupo de intelectuales y académicos firman un manifiesto publicado simultáneamente en 35 diarios de todo el mundo. Demandan transformaciones estratégicas que nos permitan no solo garantizar la dignidad de cada persona, sino también actuar colectivamente para descontaminar y salvar el planeta.
¿Qué nos ha enseñado esta crisis? En primer lugar, que los seres humanos en el trabajo no pueden ser reducidos a meros “recursos”. El personal médico y farmacéutico, el personal de enfermería, de reparto, de caja… todas esas personas que nos han permitido sobrevivir durante este periodo de confinamiento son la viva muestra de ello.
Esta pandemia ha revelado también cómo el trabajo en sí tampoco puede reducirse a mera “mercancía”. Los servicios de salud, atención y cuidados a colectivos vulnerables son actividades que deberíamos proteger de las leyes del mercado. De no hacerlo, correríamos el riesgo de acentuar aún más las desigualdades, sacrificando a las personas más débiles y necesitadas.
¿Qué hacer para evitar semejante escenario? Hay que permitir a los y las trabajadoras participar en las decisiones, es decir, hay que democratizar la empresa. Y hay también que desmercantilizar el trabajo, es decir, asegurar que la colectividad garantice un empleo útil a todas y todos.
En este momento crucial, en el que nos enfrentamos al mismo tiempo a un riesgo de pandemia y a uno de colapso climático, estas dos transformaciones estratégicas nos permitirían no solo garantizar la dignidad de cada persona, sino también actuar colectivamente para descontaminar y salvar el planeta.
Democratizar.
Mientras quienes podemos, permanecemos confinadas, los (y especialmente, las) que forman parte del personal esencial, en particular las personas racializadas, migrantes y que trabajan en la economía informal, se levantan cada día para prestar servicio a los y las demás. Ellas son prueba de la dignidad del trabajo y de la ausencia de banalidad de su función, y demuestran un hecho clave que el capitalismo, en su afán por transformar a los seres humanos en meros “recursos”, intenta siempre invisibilizar: y es que, sin personas dispuestas a invertir su trabajo, no hay producción ni servicio que valga.
Si nos preguntamos seriamente cómo podrían las empresas y la sociedad en su conjunto expresar su reconocimiento hacia los y las trabajadoras, parece evidente que tendría que aplanarse la curva para las remuneraciones más altas e iniciarse ésta desde un nivel más alto para el resto, pero dichos cambios no serían suficientes.
Del mismo modo en que, después de las dos guerras mundiales, se otorgó el derecho de voto a las mujeres en reconocimiento de su contribución al esfuerzo de guerra, hoy resulta injustificable negarse a la emancipación de los y las inversoras de trabajo, y al reconocimiento de su ciudadanía en la empresa. Se trata de una transformación absolutamente necesaria.
En Europa, la representación de quienes invierten su trabajo en la empresa comenzó a establecerse a través de comités de empresa al acabar la Segunda Guerra Mundial.
Nombrar al Director (o, mejor aún, a la directora) General, decidir sobre la estrategia empresarial, o sobre cómo se reparten los beneficios, son todas ellas cuestiones demasiado importantes como para ser dejadas exclusivamente en manos de la representación accionarial. Quienes invierten en la empresa su trabajo, su salud, y, en definitiva, su propia vida, deben tener asimismo la posibilidad de validar colectivamente tales decisiones.
Desmercantilizar.
Esta crisis ilustra también hasta qué punto el trabajo no debería tratarse como mercancía. La crisis demuestra que no podemos dejar decisiones colectivas tan importantes en manos de los mecanismos del mercado. La creación de puestos de trabajo en los sectores de cuidados y de atención primaria, o el abastecimiento de material y equipos de emergencia llevan años sometidos a la lógica de la rentabilidad, y esta crisis no hace sino sacarnos del engaño.
Nuestras decenas de miles de fallecidos nos recuerdan que hay necesidades colectivas estratégicas que debieran quedar inmunizadas ante la mercantilización. Quienes aún afirmen lo contrario son ideólogos que nos ponen a todos en grave peligro. La lógica de la rentabilidad no puede decidirlo todo. Al igual que ciertos sectores han de protegerse de las leyes del mercado no regulado, también ha de poder garantizarse a cada cual un trabajo digno.
La Garantía de empleo permitiría no solo que toda persona se ganara la vida dignamente, sino también que, colectivamente, multiplicáramos nuestras fuerzas para responder mejor a las numerosas necesidades sociales y medioambientales a las que nos enfrentamos. Una Garantía de Empleo puesta a disposición de las comunidades y administraciones locales permitiría, en concreto, contribuir a evitar el colapso climático, y al mismo tiempo garantizar un futuro digno a todas las personas.
La Unión Europea debería poner los medios necesarios para impulsar semejante proyecto en el marco de su Green Deal. Si revisara la misión de su Banco Central, para que éste pudiera financiar tal programa, necesario para nuestra supervivencia, la UE se ganaría la legitimidad en la vida de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas de la Unión. Ofreciendo una solución anticíclica al choque que se avecina en términos de desempleo, la UE demostraría su compromiso con la prosperidad social, económica y ecológica de nuestras sociedades democráticas.
Descontaminar.
No repitamos los errores de 2008. El Estado debe condicionar su intervención a cambios en la orientación estratégica de las empresas intervenidas en nombre de la sociedad democrática a la cual sirve y que lo constituye, y en nombre también de su responsabilidad para velar por nuestra supervivencia medioambiental, Más allá del cumplimiento de estrictas normas medioambientales, debe imponer condiciones de democratización en cuanto al gobierno interno de las empresas.
Las empresas mejor preparadas para impulsar la transición ecológica serán, sin lugar a duda, las que cuenten con gobiernos democráticos; aquellas en las que tanto inversoras de capital como de trabajo puedan hacer oír su voz y decidir de común acuerdo las estrategias a poner en práctica. Esto no debe sorprender: bajo el régimen actual, el compromiso capital/trabajo/planeta resulta siempre desfavorable al trabajo y al planeta.
Como han demostrado los ingenieros de la Universidad de Cambridge Cullen, Allwood y Borgstein (Envir. Sc. Tech. 2011 45, 1711–1718), si se establecieran “modificaciones realizables en los procesos productivos”, podría ahorrarse un 73% del consumo mundial de energía. Pero estos cambios implicarían más mano de obra, y decisiones a menudo más costosas a corto plazo. Mientras las empresas sigan administrándose exclusivamente en beneficio de quienes aportan capital, ¿de qué lado creen ustedes que se decantará la decisión, en un momento en que el coste de la energía es irrisorio?
A pesar de los desafíos que tales cambios implican, algunas cooperativas o empresas de la economía social y solidaria, proponiéndose objetivos híbridos (financieros a la par que sociales y medioambientales), y desarrollando gobiernos internos más democráticos, han demostrado ya que ésta es una vía creíble.
No nos hagamos ilusiones. Dejados a su suerte, la mayor parte de quienes aportan capital no se preocuparán ni de la dignidad de las personas que invierten su trabajo, ni de la lucha contra el colapso climático. Tenemos, en cambio, otro escenario mucho más esperanzador al alcance de la mano: democratizar la empresa y desmercantilizar el trabajo. Lo que nos permitirá descontaminar el planeta.