Ya no se trata de alabar con el entusiasmo más candoroso los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas, sino de explicar cuál es nuestro compromiso con el presente que vivimos y cómo pensamos ejecutarlo, cómo nos comprometemos aquí y ahora.
En los últimos años hemos asistido a una revolución que está cambiando la percepción del mundo que conocemos. Ya no silbamos aburridos cuando nos hablan de la transformación digital de nuestras sociedades, de la urgencia de la lucha contra el cambio climático o de la necesidad de apostar por la inclusión, por la diversidad y por la lucha contra la desigualdad cada vez mayor entre ricos y pobres.
La gente ya no es la de antes. Piensa y actúa distinto; aspira, con más o menos realismo, a otra sociedad para después de la pandemia; y se fía cada vez menos de quien le susurra al oído proposiciones que le huelen a naftalina.
Por eso, las empresas, las instituciones y las personas que se enfrentan a un desafío que es global deben cuidar el valor que les hará ganar la confianza de los ciudadanos: la coherencia. Y por eso, deben pensar menos en el story telling y más en el story doing, más en lo que se hace que en lo que se dice y más en lo que se practica que en lo que se predica.
¿Por qué digo esto? Pues porque se observa un exceso de pensamiento cool pero también hueco que pone en peligro la propia credibilidad de un discurso en el que, por fin, hemos entendido que el futuro sólo será posible si comprendemos la magnitud del reto al que nos enfrentamos como sociedad
Hoy, para ser moderno y que te acepten, cualquier escritor de discursos sabe que tiene que meter en los primeros párrafos de cualquier intervención alguna alusión al reto digital y ponerle el adjetivo de sostenible y libre de grasas saturadas hasta a los sellos de las cartas que todavía enviamos por correo postal. Todo lo que sea verde, pega bien. Y todo lo que sea transformador e inclusivo, también.
Pero no basta sólo con que las palabras clave conecten bien en el buscador social de la solidaridad y de las buenas intenciones. Si no somos capaces de traducir éstas en políticas, objetivos y metas tangibles que se puedan discutir, y luego medir y evaluar, el tiempo erosionará el espíritu de este cambio y convertirá los discursos transformadores en un humo tan grandilocuente como estéril, en logos sin alma.
No es cuestión de copiar a esos inspiradores de la nada que se ganan la vida diciéndoles a los demás que si se quiere se puede, como si se hubieran tragado a Paulo Coehlo antes de dirigirse a los demás, sino de gobernar y de gestionar desde el ejemplo, de bajar más al suelo este discurso para evitar que éste se convierta en la casa de las carcasas vacías.
Ya no se trata de alabar con el entusiasmo más candoroso los objetivos de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas como si fuéramos los compositores de alguna canción con destino a Eurovisión o al Festival de Benidorm o de que nos comprometamos a rebajar nuestras emisiones más contaminantes, pero de aquí a tres, cuatro o cinco décadas, sino de explicar cuál es nuestro compromiso con el presente que vivimos y cómo pensamos ejecutarlo, cómo nos comprometemos aquí y ahora.
A los gobiernos y a las empresas no les sirve proclamar que apuestan por la digitalización, por la igualdad y por lo verde. Lo tienen que demostrar poniéndose objetivos que pongan a prueba sus intenciones, que sean comprensibles y aceptables para los ciudadanos… y que estén dispuestos a cumplir. El compromiso no es para mañana, es para hoy. Y no se promete, se hace.
Juan Carlos Blanco, periodista, consultor y formador en comunicación.