La transformación digital impacta en todos los órdenes de nuestras vidas. Las tecnologías y la conectividad están (re)evolucionando el mundo tal y como lo hemos conocido a una velocidad de vértigo. Pero es mucho más que eso, es una reconfiguración del mundo, de sus mapas y de sus estructuras de poder, así como de sus formas de generación de valor e incluso de estructuras sociales.
A esta nueva revolución tecnológica se la ha denominado la cuarta revolución industrial. Una era de cambios que tienen un impacto directo en el funcionamiento de nuestras sociedades y que requieren de una nueva ética pública para conformar un nuevo contrato social para la era digital. Las nuevas tecnologías como la Inteligencia Artificial o el Big Data, el aprendizaje automático, el Blockchain, la realidad aumentada, el Internet de las Cosas o los medios de pago mediante teléfonos móviles, están transformando nuestras vidas.
El mundo digital emergente, no solo supone un cambio de modelo económico con nuevos e importantes jugadores, sino igualmente un cambio de rol y transferencia de poder de las estructuras tradicionales. Asistimos a una transferencia del poder ral de las instituciones públicas nacionales o de los Estados a las grandes corporaciones tecnológicas, que son las que operan en mercados globales y articulan las grandes cadenas de valor global. Un cambio de prácticas, y de valores, que ponen en cuestión y erosionan nuestras democracias liberales, y nos interpelan a reflexionar igualmente sobre importantes cuestiones éticas entorno al proceso y al modelo de sociedad digital que estamos construyendo.
En este nuevo mundo digital global, uno de los factores críticos es la gestión de nuestros datos, que emergen como el activo más importante de esta sociedad digital. Los datos son el nuevo petróleo, se suele decir, y en buena parte es así. La eclosión de nuevos modelos de negocios basados en los datos ha hecho que cambie la fisonomía de los liderazgos empresariales transformando la naturaleza de la competición económica.
Asistimos a una transferencia del poder ral de las instituciones públicas nacionales o de los Estados a las grandes corporaciones tecnológicas, que son los que operan en mercados globales y articulan las grandes cadenas de valor global.
Por otro lado, la desmaterialización de la economía ha minado la capacidad de las instituciones de regular un mercado que ha dejado de ser un intercambio de bienes y productos físicos para trasladarse a la esfera digital donde no existen ni fronteras ni banderas.
La transformación digital es sin duda una gran oportunidad. Sin embargo, la velocidad de los cambios tecnológicos está visibilizando algunas externalidades negativas que no se habían previsto y que genera nuevos ganadores y perdedores. Una situación que genera nuevos problemas y tensiones para la que necesitamos invertir inteligencia colectiva para diseñar una transición justa e inclusiva.
La disrupción tecnológica genera nuevos problemas que impacta en muchos sectores económicos y sociales. Millones de ciudadanos ven transformarse su mundo conocido para adentrarse en una nueva terra incognita de nuevos desafíos tecnológicos para los que no se sienten preparados.
Tras la crisis financiera de la última década, una nueva disrupción digital acelerada por la respuesta a la pandemia de la COVID19 ha venido a destapar las importantes carencias en conectividad, medios y habilidades digitales para afrontar el presente y el futuro, visibilizando una nueva realidad incómoda, la emergencia digital. La vieja promesa de que la ciencia y la tecnología conducirán a una utopía de una sociedad mejor se está confrontando con una nueva realidad, las brechas digitales.
La transformación digital se ha acelerado al menos cinco años, y estamos exigiendo un aprendizaje muy rápido a muchas personas para las que factores como la edad, el nivel de estudios o la situación socioeconómica les genera nuevos problemas y un evidente riesgo de exclusión. Visibilizar la existencia de brechas digitales (de género, territoriales, intergeneracionales o socioeconómicas), es una de las formas de reconocer las complejidades de la desigualdad digital.
El debate basado en el tecnodeterminismo y las tecnologías inteligentes de los últimos años no ha tenido en cuenta suficientemente aspectos como la creciente desigualdad digital. Así, es urgente un cambio radical en el fondo y la forma en que desplegamos la transformación digital para volver a poner a las personas en el centro del debate tecnológico desplegando un nuevo humanismo que piense y desarrolle la tecnología al servicio de la ciudadanía y del interés general.
La tecnología debe ser la solución y no un nuevo problema, y tenemos que hacer compatible una sociedad digital competitiva, sostenible y equitativa que asegure, además la convivencia. La tecnología ha de contribuir a construir nuevas coherencias basadas en una transición justa y generando una verdadera inclusión digital. En la era de la sobreabundancia digital, tenemos que combatir las nuevas formas de desigualdad que amplía las brechas socioeconómicas ya existentes, amenaza la privacidad y socava la confianza en el presente y el futuro. Una tarea titánica para la que es necesaria la colaboración público-social-privada para desplegar un nuevo círculo virtuoso de derechos a la alfabetización digital y el pensamiento crítico.
La tecnología no es ni buena ni mala, todo depende del uso que hagamos de ella. Eso es precisamente lo que sucede con el despliegue de la inteligencia artificial. Trabaja principalmente identificando patrones y generando excelencia algo de lo que vamos muy escasos. Es por ello por lo que la tecnología y la digitalización pueden ser los mejores aliados para afrontar los retos que tenemos como sociedad. La cuestión radica a qué dedicamos la excelencia.
Estamos todavía a tiempo de gobernar e influenciar la disrupción digital y aprovechar esta época de cambio profundo que vivimos para asumir el reto y la oportunidad de poner la ciudadanía y los derechos digitales en el centro del debate tecnológico. Eso requiere crear una gran coalición político, social y económica por un nuevo humanismo tecnológico que piense y desarrolle la tecnología al servicio de los intereses generales y de las personas. Para ello, una nueva inteligencia colectiva distribuida que nos permita diseñar una nueva gobernanza global digital ética e inclusiva. ¿Nos ponemos a la tarea?.